Sus castillos de invierno nunca estaban vacíos. Con la primera escarcha de cada año, los lagartos de hielo salían retorciéndose de las madrigueras y los campos se llenaban con las diminutas criaturas azules que se movían de acá para allá sin que apenas pudieran rozar la nieve mientras corrían sobre ella. Todos los niños jugaban con los lagartos de hielo. Pero los otros eran torpes y crueles, y partían a los frágiles animalitos en dos, rompiéndolos entre los dedos como podían romper una estalactita de hielo colgada de un tejado. Incluso Geoff, que era demasiado sensible para hacer algo así, a veces sentía curiosidad, y tenía a los lagartos cogidos demasiado tiempo en su afán por examinarlos, y el calor de sus manos hacía que se fundieran, se quemaran y finalmente murieran.
El dragón de hielo, George R. R. Martin (1980)
A veces, sólo a veces, me siento como un lagarto de hielo.
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