Arya miró hacia atrás, vio a Jon, se puso en pie de un salto y le echó los delgados brazos al cuello.
—Tenía miedo de que te hubieras marchado ya —dijo, emocionada—. No me dejaban salir a despedirte.
—¿Qué has hecho esta vez? —preguntó Jon echándose a reír.
—Nada. —Arya lo soltó e hizo una mueca—. Ya había recogido todo. —Señaló el enorme baúl, que apenas estaba a un tercio de su capacidad, y la ropa dispersa por toda la habitación—. La septa Mordane dice que tengo que hacerlo otra vez. Dice que no había doblado bien la ropa. Dice que una dama sureña como debe ser no tira los vestidos al baúl como si fueran trapos.
—¿Es lo que habías hecho, hermanita?
—¿Y qué más da, si al final van a quedar todos arrugados? —replicó la niña—. ¿A quién le importa si van doblados o no?
—A la septa Mordane —dijo Jon—. Y me parece que tampoco le gustará nada que Nymeria te esté ayudando. —La loba lo miró con sus ojos color oro oscuro—. Pero mejor así. Te he traído una cosa, y tienes que guardarla bien en el baúl.
—¿Un regalo? —El rostro de Arya se iluminó.
—Más o menos. Cierra la puerta.
—Nymeria, aquí. —Arya se asomó al pasillo, cautelosa y emocionada a la vez—. Vigila.
Dejó a la loba fuera para que los alertara si llegaba algún intruso, y cerró la puerta. Jon ya había retirado los trapos con que llevaba envuelto el objeto. Se lo tendió.
—Una espada —dijo Arya en voz baja, entrecortada. Los ojos se le habían abierto como platos. Eran unos ojos oscuros, como los del chico.
La vaina era de cuero gris, muy suave y flexible. Jon extrajo muy despacio la hoja para que pudiera ver el brillo azul oscuro del acero.
—No es ningún juguete —le dijo—. Ten cuidado, no te vayas a cortar. Con un filo así puedes hasta afeitarte.
—Las chicas no nos afeitamos —dijo Arya.
—Algunas deberían. ¿No te has fijado en las piernas de la septa?
—Las tiene muy flacas. —La niña soltó una risita.
—Igual que tú —dijo Jon—. Le encargué esta espada a Mikken, es muy especial. Es como las que utilizan los criminales en Pentos, en Myr y en otras Ciudades Libres. No basta para cortarle la cabeza a un hombre, pero si eres rápida lo puedes dejar hecho un colador.
—Soy muy rápida —dijo Arya.
—Tendrás que entrenar todos los días. —Le puso la espada en las manos, le enseñó cómo sostenerla y retrocedió un paso—. ¿Qué opinas? ¿Te parece bien equilibrada?
—Sí.
—Primera lección —dijo Jon—. Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo. —Arya le dio un golpe de plano con la hoja en el brazo. A Jon le dolió un poco, pero sonrió como un idiota.
—Eso ya lo sé —dijo Arya. Una sombra de duda le nubló el rostro—. La septa Mordane me la quitará.
—Para eso tendría que saber que la tienes —señaló Jon.
—¿Con quién voy a entrenar?
—Ya encontrarás a alguien —le aseguró Jon—. Desembarco del Rey es una ciudad de verdad, mil veces más grande que Invernalia. Hasta que lo encuentres, mira cómo entrenan en el patio. Corre y monta a caballo, tienes que fortalecerte. Y pase lo que pase...
Arya sabía lo que venía a continuación.
—¡Que no... se entere... Sansa! —dijeron al unísono.
—Te voy a echar mucho de menos, hermanita. —Jon le revolvió el pelo.
—Ojalá vinieras con nosotros. —De pronto a Arya le habían entrado ganas de llorar.
—A veces los caminos diferentes llevan al mismo castillo. ¿Quién sabe? —Empezaba a sentirse mejor, no iba a permitirse ceder ante la tristeza—. Me tengo que ir ya. Si sigo haciendo esperar al tío Ben me pasaré mi primer año en el Muro vaciando orinales. —Arya corrió hacia él para abrazarlo por última vez—. Antes suelta la espada —le advirtió Jon entre risas. La niña dejó la espada casi con timidez, y lo cubrió de besos—Casi se me olvida —añadió Jon dándose media vuelta, ya en la puerta. Arya tenía otra vez la espada entre las manos y la sopesaba—. Todas las espadas importantes tienen nombre.
—Como Hielo —asintió ella. Contempló la hoja que tenía en la mano—. ¿Ésta tiene nombre? Anda dímelo.
—¿No te lo imaginas? —bromeó Jon—. Es lo que más te gusta en el mundo.
Arya se quedó desconcertada un instante. Luego se le ocurrió. Tenía una mente rápida.
—¡Aguja! —dijeron los dos a la vez.
El recuerdo de la risa de Arya lo acompañó y le dio calor en el largo viaje hacia el norte.
Juego de tronos, George R.R. Martin
El Cosquillas retrocedió. Arya olió su miedo. De repente, la espada corta que él llevaba en la mano parecía casi un juguete comparada con la larga hoja que blandía el Perro, y tampoco llevaba armadura. Se movía deprisa, con los pies ligeros, sin apartar los ojos de Sandor Clegane. Por eso a Arya no le costó nada ponerse tras él y apuñalarlo.
—¿Dónde está escondido el oro de la aldea? —le gritó mientras le clavaba la daga en la espalda—. ¿Plata, piedras preciosas? —Lo apuñaló dos veces más—. ¿Hay más comida? ¿Dónde está Lord Beric Dondarrion? —Estaba encima de él y lo seguía apuñalando—. ¿Qué dirección tomó? ¿Cuántos hombres llevaba? ¿Cuántos caballeros, cuántos arqueros, cuántos hombres de a pie, cuántos, cuántos, cuántos, cuántos, cuántos? ¿Dónde está escondido el oro de la aldea?
Cuando Sandor consiguió apartarla de él, ya tenía las manos rojas y pegajosas.
—Basta —fue lo único que dijo.
Él mismo sangraba como un cerdo degollado y arrastraba una pierna al caminar.
—Hay uno más —le recordó Arya.
El escudero se había arrancado el cuchillo del vientre y trataba de detener la hemorragia con las manos. Cuando el Perro lo puso en pie empezó a gritar y a lloriquear como un bebé.
—Piedad —lloró—, por favor. No me matéis. Madre, ten piedad.
—¿Tengo cara de ser tu madre? —La cara del Perro ni siquiera parecía humana—. A éste también lo has matado —le dijo a Arya—. Le has perforado las tripas, no hay nada que hacer. Pero va a tardar mucho en morir.
—Yo venía por las chicas —sollozó el muchacho, que parecía no oírlo—. Polly dijo que me harían un hombre... Oh, dioses, por favor, llevadme a un castillo... A un maestre, llevadme a un maestre, mi padre tiene oro... Sólo venía por las chicas... piedad, ser.
El Perro le dio una bofetada que lo hizo gritar de nuevo.
—A mí no me llames «ser». —Se volvió hacia Arya—. Éste es tuyo, loba. Encárgate tú.
Arya sabía a qué se refería. Fue hacia donde estaba Polliver y se arrodilló en la sangre del hombre para desatarle el cinto de la espada. Junto a la daga había otra arma más estilizada, demasiado larga para ser un puñal y demasiado corta para ser la espada de un hombre... pero en su mano era perfecta.
—¿Recuerdas dónde está el corazón? —preguntó el Perro.
Arya asintió. El escudero puso los ojos en blanco.
—Piedad.
Aguja se deslizó entre sus costillas y se la concedió.
Tormenta de espadas, George R.R. Martin
Su cinto cayó al canal. Su capa, su túnica, sus calzones, su ropa interior, todo. Todo menos Aguja. Se quedó en el extremo del muelle, con la piel blanca y el vello erizado, tiritando en medio de la niebla. En su mano, Aguja parecía susurrar. «Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo», decía, y «¡Que no se entere Sansa!» La marca de Mikken estaba en la hoja.
«No es más que una espada.» Si le hacía falta una espada, había cientos en los sótanos del templo. Aguja era demasiado pequeña, no era una espada de verdad, en realidad se trataba de poco más que un juguete. Ella no era más que una niñita idiota cuando Jon se la regaló.
—No es más que una espada —dijo con determinación.
Pero sí que era algo más.
Aguja era Robb, Bran, Rickon, su madre y su padre, hasta Sansa. Aguja era los muros grises de Invernalia y las risas de sus habitantes. Aguja era las nieves de verano, los cuentos de la Vieja Tata, el árbol corazón con sus hojas rojas y su rostro aterrador, el cálido olor a tierra de los jardines de cristal, el sonido del viento del norte contra los postigos de su habitación. Aguja era la sonrisa de Jon Nieve.
«Me revolvía el pelo y me llamaba hermanita», recordó, y de repente se le llenaron los ojos de lágrimas.
Polliver le había robado la espada cuando los hombres de la Montaña la cogieron prisionera, pero cuando el Perro y ella entraron en aquella posada de la encrucijada, allí estaba.
«Los dioses querían que la tuviera. —No los Siete, ni El que Tiene Muchos Rostros, sino los dioses de su padre, los antiguos dioses del Norte—. El Dios de Muchos Rostros se puede quedar con todo lo demás —pensó—, pero con esto, no.»
Festín de cuervos, George R.R. Martin
Ese momento de Festín siempre me humedece los ojos *_*
ResponderEliminarMe has hecho llorar, puñetera ¬¬
ResponderEliminarEs que como para no llorar con el momento "Aguja era la sonrisa de Jon Nieve" =((
ResponderEliminarYo también me he emocionado... El primer fragmento es uno de mis favoritos de toda la saga, y el último también me emocionó cuando lo leí en "Festín". Es lo que me da esperanzas para Arya. Mi niña loba *__*.
ResponderEliminar