miércoles, 16 de mayo de 2012

Corazón a pilas

Tu muerte se acerca. Cómo, dónde o cuándo va a llegar pocas veces podemos predecirlo. Puedes estar hecho a la idea, puedes sentirte realizado con tu vida, puedes haberte forjado una armadura de seguridad en ti mismo, pero es inevitable sentir miedo. Rafael recapacita sobre esto días después de que su corazón se parara en las urgencias del hospital de Ávila. Volver a nacer a los 64 años no ha cambiado demasiado su rutina diaria, pero sí ha marcado su vida. Ahora, un marcapasos se ha convertido en un vigilante muy poco romántico de su corazón. Pero un corazón a pilas sigue siendo un corazón.

Era un sábado de celebración. En el pequeño pueblo abulense de Múñez se celebraban las fiestas patronales. Corrían las primeras horas del mes de octubre y más de uno, copa en mano, ya estaba en las últimas.
Para Rafael era una mañana como cualquier otra, al menos como cualquier otra de las que pasa en la localidad donde creció. Que si el motor de la mulilla no arranca, que si hay que recoger las reinetas del árbol, que si hay que regar la tierra de las patatas, que está muy seca. Por entonces sólo se quejaba de su habitual dolor de riñones. Poco se imaginaba él que aquello no era más que el principio de una desdichada desventura y que nada tenía que ver con la sospechada lumbalgia.

Después de la obligada siesta campestre, Rafael marchó a ver cómo transcurrían los festejos. El torneo de mus avanzaba bien y el concurso de disfraces iba a comenzar. Por la plaza del pueblo desfilaban trajes hechos con harapos y cartones, excepto algún afortunado cosido por la experta mano de la abuela. Los Picapiedra, Bob Esponja y el intrépido cazador de topillos campaban a sus anchas recibiendo la ovación del pueblo. “Fui a saludar a mi mujer y a mi hija, que se habían disfrazado y estaban muy majas. Quería quedarme hasta el final, pero empecé a sentirme peor y me tuve que ir a casa”, recuerda el muñecino.

Cuando su familia regresó, Rafael estaba tumbado en el sofá. Sólo se levantaba para vomitar. Mientras su esposa servía la cena, el olor de los alimentos le repugnó y se fue a acostar. “A ver si vas a estar embarazado”, bromeó su hija, creyendo que padecía una simple gastroenteritis. “Me encontraba tan mal que pensaba que me iba a morir”, recuerda Rafael.

Su corazón se paraba. En términos menos románticos, estaba sufriendo un bloqueo auriculoventricular, una perturbación de las señales eléctricas del nodo sinusal a través del nodo auriculoventricular a los ventrículos. Como respuesta a ello, lo habitual es que otros centros eléctricos del corazón generen un ritmo auxiliar muy lento para garantizar como mínimo el mantenimiento de las funciones vitales. El corazón de Rafael no tenía fuerza suficiente para bombear la sangre necesaria, así que hacía lo único que podía hacer: mantener las funciones esenciales del cuerpo al mínimo. Esa era la causa del dolor de riñones y por eso su estómago era incapaz de digerir los alimentos y vomitaba una y otra vez.
Mientras las nauseas le levantaban de la cama por enésima vez, su familia decidió llamar al médico de guardia de la aldea de al lado. “Nuestro pueblo es un anejo de Muñana, no hay comercios, ni farmacias, ni consultas médicas”. Sólo tienen lo esencial: un bar.

Antes de que el parsimonioso médico de urgencias llegara, ya se habían hecho presentes en su casa la mitad de los aldeanos. “En un sitio tan pequeño es imposible ser discreto”, comenta Rafael, acostumbrado a la falta de privacidad. Oleadas de vecinos, ataviados con sus mejores galas de baile, seguían llegando a la casa. La escena resultaba incómodamente ridícula. En el contraste entre la ropa que vestían y sus caras podía observarse la gravedad de la situación. Vestidos y trajes hechos para disfrutar de una noche que se había tornado en pesadilla.

Cuando por fin se hizo paso entre aldeanos y familiares, el doctor llamó inmediatamente a una ambulancia. El nivel de potasio de Rafael era muy bajo, lo que había provocado que sus pulsaciones pasaran de bailar la jota a bailar una balada. “Lo que no me dijo fue que había sufrido una arritmia y que podía ser más grave de lo que parecía”. Esa arritmia se presentó en forma de bradicardia, un ritmo cardiaco demasiado lento.

La moderna ambulancia del 112 estaba fuera de lugar entre casas de adobe y corrales de piedra. Una escena pintoresca para los muñecinos, que miraban con ojos desorbitados cómo las luces naranjas rebotaban contra los muros de sus casas. Sonriente y relajado, Rafael bromeaba con la gente recostado en la camilla mientras le acomodaban en el vehículo. Creía que ya había pasado lo peor. Se equivocaba.

Ya en el hospital de Ávila, las enfermeras le habían monitorizado y esperaba sentado a que le hicieran un electrocardiograma. “Les pregunté si no había otro sitio donde ponerme, porque me estaba mareando y me encontraba peor”. En aquel instante, su corazón dejó de latir.

Cuando quiso darse cuenta, se encontraba rodeado de médicos. “Todos me miraban fijamente, ni parpadeaban. Me pregunté si me habría salido un tercer brazo”. Lo mismo le podría haber crecido un tercer brazo que una flor en la calva: Rafael había vuelto a nacer.

Recuperado del bloqueo cardiaco, inmediatamente le asignaron una cama en la Unidad de Cuidados Intensivos y le hablaron de la posibilidad de ponerle un marcapasos. El 80% de los enfermos coronarios que padecen una bradicardia fallecen al año siguiente si no se les coloca un dispositivo cardioestimulador. Claro que, en aquel momento, los médicos se jugaban a los chinos el diagnóstico de Rafael, así que decidieron dejarle un tiempo en observación.

Al día siguiente ya era evidente que el marcapasos era necesario. El sábado el corazón de Rafael volvía a la vida y el lunes ya funcionaba con pilas.

La intervención se comunicó a la familia en el mismo día y, al cabo de unos minutos de realizarse, sus hijos pudieron pasar a verle. Sonreía y tenía un cuenco de puré en las manos. “«Igualito que el cochinillo frito que hemos comido nosotros» fue lo primero que me dijo mi hija cuando me vio. No pude evitar emocionarme”.

Rafael regresaba el martes a Madrid tras el susto con algunas indicaciones en el bolsillo. “Mi hijo tendrá que aprender a utilizar la motosierra”, comenta ensoñado mientras se masajea el brazo. Meses atrás, cuando talaba una de sus encinas, un mal movimiento acabó con la hoja de la sierra en su brazo. De aquella se libró con unos puntos y una fea cicatriz. “Cosas que pasan”, comenta despreocupado levantado los hombros, mientras se señala otra vieja herida en la cabeza. “Esta me la hice saliendo de la caseta de la huerta”, sonríe con ojillos alegres. Y es que razón tenía el sabio: la vida en el campo no está hecha para pusilánimes. 

Rafael volvió a su casa con un nuevo amigo guardado en su corazón. Literalmente. Compañero de armas inseparable y fiel guardián del ritmo vital hasta el final de los días. Y la vida sigue.


Almudena Galán
Octubre 2010

7 comentarios:

  1. Aún le queda mucho camino por recorrer a ese corazón, un abrazo.

    Y coíncido con la gati :P

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  2. Como tú dices, un corazón a pilas sigue siendo un corazón, y sospecho que es bastante grande :). Un abrazo ^^.

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  3. Gracias a todos, chicos, por leer y por vuestros buenos deseos =) Me alegro de que os guste ^^

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