Otra cosa para añadir al saco de las malas ideas: salir a correr bajo la lluvia por la carretera. El asfalto resbala. Y está muy duro. Y los caminos de tierra no son mucho mejor...
Aunque, a esas alturas ya iba tan sumamente empapada que pensé: "Bueno, ¿y por qué no?". La de años que hacía que no me daba el lujazo de saltar de charco en charco mientras gritaba de pura alegría. Y el de correr a través de ellos, hundiéndome en barro hasta las rodillas. Qué sería de la vida sin esos arrebatos locos que nos poseen de vez en cuando. Y al girarme... Oh, al girarme. Qué maravilloso atardecer. La furia, las preocupaciones y las tonterías se derritieron cuando ese atardecer me sobrecogió, completamente desprevenida, con la guarda baja. Fue... pura magia. Un momento mágico. Me quedé allí paralizada, con la boca abierta y los pies dentro de un charco, sin ser capaz de moverme durante unos segundos espectaculares. Un momento después, cuando el sol se había escondido, me volvió a poseer la locura y seguí corriendo por los charcos hasta que la ropa me empezó a pesar tanto que mis piernas ya no podían cargar con ella. Cuando llegué a casa tenía salpicaduras de barro hasta en la cara y toda la ropa para escurrir, pero también llevaba pintada una sonrisa, de esas que se llevan dentro.
Aunque, al poco de arrancar a correr, ya me había entrado otro ataque de anarquía en el corazón. Vi un arcoiris, un arcoiris gigante. Y tan, pero que tan bonito que una simple foto no pudo captarlo. Era enorme y ascendía más allá de las nubes. Me dio por pensar en buscar su base, subir por él y marcharme, más allá de las nubes, más allá de las estrellas. Algún día encontraré ese arcoiris corpóreo, lo sé.
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