El miedo hiere más que las espadas
Se dio cuenta de que todo estaba muy oscuro en aquel momento. Se abrazó las rodillas desnudas contra el pecho, y se estremeció. Decidió quedarse sentada allí, muy callada, y contar hasta diez mil. Para entonces ya podría salir y buscar el camino de regreso.
Apenas iba por ochenta y siete cuando la habitación pareció iluminarse un poco, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Poco a poco los objetos que la rodeaban empezaron a tomar forma. Enormes ojos vacíos la miraban hambrientos desde la penumbra, y entrevió las sombras puntiagudas de unos dientes enormes. Había perdido la cuenta. Cerró los ojos, se mordió el labio y apartó el miedo de ella. Cuando alzara la vista de nuevo los monstruos habrían desaparecido. Nunca habrían estado allí. Se intentó convencer de que Syrio se encontraba junto a ella, en la oscuridad, y le susurraba al oído. «Tranquila como las aguas en calma —se dijo—. Fuerte como un oso. Fiera como un carcayú.»
Abrió los ojos de nuevo. Los monstruos seguían allí. El miedo, no.
Juego de tronos, George R.R. Martin
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